Una ruleta de 30 números
10 de agosto de 2010
Parece que finalmente esta será la última apuesta que hago en esta improbable ruleta que siempre se compone con los números del mes que nos toca vivir.
Durante 7 meses aposté ciegamente a los mismos números. Todo es tiempo quizás especulaba a que ella elegiría volver en el mismo día que nos habíamos conocido. O quizás en el que marchó, así después parecería que nunca se había ido. Y borraríamos de nuestra memoria el pasado que permanecimos lejos uno del otro, y las fechas empalmarían para que nos parezca que siempre estuvimos juntos. Y así luego de tanto no he llegado a coronar ninguna cima en los ochomiles de mi expectativa. Ni ningún fruto maduró en la empresa de mi esperarte. Tenías razón: cuando uno cae en la oceanía del enamoramiento se abraza a los pequeños detalles que alguna vez nos han demostrado cariño. Con tal de salvar con eso la mezcla de pasiones y romanticismos. Pero uno no se da cuenta de que sucede como en los icebergs: bajo esa puntita de ilusión nuestro corazón es quien sufre por las ausencias.
Así es: de invierno a verano mis fichas siguieron los mismos números, como el idiota fanático que por años juega el mismo décimo de la grande. En cada vuelta, seguro al 2 apostaba una pila de fichas que significaban mucho. Sí: en que saliera el segundo con su regreso ponía fe, fecha que nunca voy a dejar de recordar por los buenos momentos que depositó en mi alma luego de que dejara su casa. Después 28, 29 y quizás el 15. El destino de algunos es tan intenso para el amor como para la amargura: pues los círculos que debamos vivir se cierran en el mismo número que empezaron. Como si la ruleta diera una vuelta entera. Y así es: Las cosas terminan en la misma fecha que empiezan. Aunque no lo quisiéramos asumir. Si fuéramos máquinas nos daríamos cuenta más rápido, pero aunque la señal es clara tardamos quizás un año en aceptar que hemos perdido nuestra apuesta. La vida es como una caja de bombones. En estos casos la vida es una evidencia exacta de que algo mayor que nos está moviendo los hilos de la existencia mortal. Pero las pérdidas nos hacen necios, y seguimos intentando hasta que fracasa todo lo que en otro momento nos había dado resultado. Es como si un hijo está a punto de morir: mantenemos la esperanza en cualquier rezo.
Con el tiempo seguí apostando a los mismos, pero la suerte de ellos quedaba a la voluntad de Dios. Y como yo desconfiaba que me tuviera en cuenta mucho, pues apostaba lo mínimo: ya no me quedaba en casa esperando noticias, y aunque estaba pendiente no hacía los Padrenuestros. Y así continuaba jugando sin poner demasiadas expectativas.
Como si hubieran sido
una flor sin corona
a la orilla del camino,
como opacas amapolas
al costado de las rutas:
en la rueda de los 30
-que a veces saliera alguno-,
“28, 15 y 29” siempre pasaban de largo
sin que la bolilla de algo espectacular
callera encima de ellos.
Astrea