Reminiscencias






Una noche en sueños vi que con el Señor caminaba
junto a la orilla del mar bajo hermosa luna plateada.
Soñé que en los cielos veía toda mi vida representada
en celestiales escenas que en silencio contemplaba.

Dos pares de firmes huellas en la arena iban quedando,
mientras con el Señor íbamos cual amigos conversando.
Miré atento hacia atrás esas huellas reflejadas en el suelo,
pero algo extraño observé y me invadió gran desconsuelo.

Observé que algunas veces al reparar en las huellas,
en vez de ver los dos pares veía solo un par de ellas.
Observaba yo también que aquel solo par de huellas,
se advertían mayormente en mis noches sin estrellas
en los días de mi vida llenos de angustias y tristeza,
cuando el alma necesita más del consuelo y fortaleza.

- Pregunté triste al Señor:

¿Señor, tu no has prometido que en horas de aflicción
siempre a mi lado estarías dando muestras de tu amor?
Pero noto con tristeza que en medio de mis querellas,
cuando más aflige el dolor solo veo un par de huellas.
¿Dónde están las otras dos que indican tu compañía,
cuando las tempestades sin piedad azotan la vida mía?
- Y el Señor me contestó con ternura y compasión:

Escucha bien hijo mío, comprendo tu confusión,
Siempre te amé y te amaré y en tus horas de dolor
Siempre a tu lado permanezco para mostrarte mi amor.
Mas si en ocasiones ves solo dos huellas al caminar
Y no puedes ver las otras dos que se deberían reflejar,
Es que en tu hora afligida cuando flaquean tus pasos,
No hay huellas de tus pisadas porque te llevé en brazos.



Anónimo







 

Comencé a dejar mis huellas por las costas de la vida el 8 de agosto de 1977. Al lado de las mías, siempre estuvo el otro rastro, que dejaba mi Señor para no dejarme solo en mi ir pisando. Sólo cuando el desamor dejaba grabados en mi alma con estoicismo sus item, sentí yo que mi Señor me alzaba en brazos para que aquella espesa aflicción no duela tanto.

En la jubilosa playa de mi adolescencia casi siempre iban conmigo las dos huellas de mi amigo. Pero permitidme advertir que si la angostura de los años más hermosos que compusieron mi vida estuviera dividida en diez iguales medidas, pudiera decir yo que en una décima de ellas se atisbaban los pies descalzos de mi Dios caminando en solitario. Pues en verdad me fue cargando para que yo no padeciera el esfuerzo de un andar acongojado.

Deberé, pues, agradecerle al Señor que me haya recogido en sus dos amigables manos, para cargar con mis huesitos durante todos los minutos que mis desdichas duraron.

Sin embargo en mi playa hay un pedazo que se extiende en nueve años, donde unas huellas solitarias lo recorren sin descanso. Pero yo no diferencio en esas huellas si mío no era el andar o era el andar inhumano. Pues de vez en cuando yo repaso el recorrido por los treinta aniversarios que crearon la zigzagueante costa de mi vida, pero de los dos que en un tiempo codo a codo caminaron, veo con tristeza que unos pasos se esfumaron. Todo pasó desde ese día de un enero, donde hay un solitario par de huellas que duraron 9 años sin ninguna compañía: pues la verdad no sé muy bien si Dios me iba cargando en sus dos hombros milagrosos, o fue mentira las estrofas del poema que leía. Porque muy, muy bien recuerdo que después del inconciente que duró todo un verano, a mí me costó mucho levantarme de la cama para mis sueños ir buscando, pues un dolor siempre punzaba desde adentro mis entrañas por cada paso que yo daba. Y si el sufrir es un libreto firmado a manuscrita, que testifica estar andando por los vados de mi vida… pues yo no sé muy bien dónde han quedado las pisadas que hasta los diecisiete acompañaron a las mías. No noté Su compañía cuando tuve que aprender cómo escribir a manuscrita con la mano que no afectó aquella desdicha. Ni tampoco me abrigaron con sudarios cuando no me quedó opción que dormir al aire libre en los cielos que afligían. Mis noches se quedaron sin luceros todo aquel tiempo en que las olas salpicaron mis días.

Tal vez yo fui arrastrando aquella cruz que mi dolor emblemaba, mientras Dios cruzó el océano para poder pisotear en las playas de otras vidas que no tenían puentes para conectarla con la mía. Y revivir entonces en ajenas compañías aquellas emociones que habíamos sentido los dos juntos, mientras mirábamos partir las mareas adyacentes en las costas de mi vida.

Quizás la injusta erosión apresuró su amplio proceso, y sólo quedaron en la pasada playa de mi vida mis asimétricas huellas que no tuvieron compañía. O quizás tanta resaca lavó aquellos pasos enfilados que acompañaron los románticos caminos de la playa de mi vida. Pues estoy seguro que nunca marché a hombros de ningún Coloso, que me evitara aquel puntazo que carcomía desde adentro mis entrañas.

Pero después de nueve marzos, donde que yo fui festejando mi segundo cumpleaños -en el día veinticuatro del mes que comienza el año-, vinieron al lado de la estela que dibujaron mis pasos otras huellas cirujanas. Y algo raro pasó allí en el vado de mi vida. Fue también el día 8 del mes de mi nacimiento, cuando yo ya había entrado en mis veintisiete aniversarios y di por bien sentado que la mayoría de mis sueños ya se habían enterrado. Resultó que un grupo médico se aventuró a dejar sus huellas en un anochecer de la playa de mi vida. Trajeron con ellos una cama y escalpelos, y pisotearon la húmeda costa junto al mar que me observaba. Salieron las estrellas esa noche y, aunque el invierno me atería, amaneció cual una aurora que hace perfectos los días.

Desde aquel día de agosto, la playa de mi vida siempre tiene dos pares de huellas yendo juntas. Y yo sé bien que nunca más veré caminar solas a las mías. Pero no son todo el tiempo las que el Señor me prometía.

Así otra vez empecé a ver otro juego de pisadas acompañando mis eneros. Y desde entonces siempre tuve compañía, cuando atisbé sobre mis hombros a la playa de mi vida. Y como si fuera una revancha, una vuelta que la vida se había olvidado de entregarme cuando con los años de mi juventud saldé cada centavo que al Divino le debía, conocí el embrujado pueblo de Valsaín, el día 24 de enero del esperanzador 2008, como si el Señor avergonzado me estuviera celebrando ese otro cumpleaños.

Aquí me fui enterando de la trayectóricas huellas que ha dejado Jesús Martín Merino, sobre la nevada playa de su historia. Y sin querer tomé la posta de su matinal manzanilla. También tengo el honor de compartir con él un adictivo gusto por el pinar del Guadarrama. O por el río Eresma, donde -en temporada- la pesca de truchas saltimbanquis adorna la playa de mi vida con sus frágiles siluetas dejadas en la arena.

Ahora, de regreso, salgo a la calle y veo a dos jovencitos campiranos caminando despacito mientras sus penas se confiesan. Y me recuerdan a la época de los dos pares de huellas yendo juntas por mi playa. Juro que yo a Dios le rocé el codo con el mío, después de una completa jornada caminando, cuando tambaleantes los dos nos sujetábamos en nuestros pies descalzos.

Y he aquí un dato curioso, que redunda en la acostumbrada ironía: Aquellos pasos que en mi adolescencia acompañaban a mis huellas, y que se extraviaron en con tragedia que más marcas me ha dejado, ahora los encuentro cuando hago mis visitas al Eresma, y me enfilo caminando por la orilla hacia donde las ganas me llevaren. Nadie camina al lado mío, y encantado voy mirando los robles y los pinos, o los convexos cerros del valle del Guadarrama.

Pero en los atolladeros, noto que al lado de mis perpléjicos pasos siempre se hunden en los charcos las pisadas que me habían olvidado, un día 24 de mis 13 eneros pasados. Pero en mis caminos cotidianos el Señor no me acompaña. Tal vez comparta mesa conmigo mientras reviso ortografía en un poema terminado. Dios me espera a las orillas de mi río. Ya no le guardo rencor ni antipatía. Ahora Él camina al lado mío pero con diferencia y con distancia. Tal vez su invisibilidad se deba a un justo remordimiento que experimentó cuando de mí se fue olvidando. Pues yo sé que aunque el Señor viajó muy lejos con el fin de acompañar pasos ajenos, siempre en su recordar se mantuvo los diecisiete aniversarios que codo a codo caminamos. Mas la carga de mi cruz fue un más peso del que pudo ir soportando. Ahora andamos silenciosos cual dos sabios escrutando el horizonte al que jamás tocarán nuestras manos. Y cuando parto hacia mi casa, Él se sienta a las orillas del Eresma y se entretiene contemplando las apariciones de mis huellas en el atolladero estancado. Y de a muy poco, así el Señor otra vez se va ganando mi confianza.

Aunque converso más con la montaña.


Nicolás López Dallara

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