Mis antepasados van muriendo
de a un segundo cada instante
que se marcha.
Continuaré acurrucándome
en los dallarianos opus
que abanicaron a mis apuntes
con ráfagas de cierta intelectualidad
honorífica.
Sólo tu nombre ocupa los tiempos
del corazón polvoroso.
Y no pronunciarte es el gusto
de una etérea eyaculación
que no se obtuvo en carne.
Sin embargo desde nuestro abrazo
lo hemos hecho tantas veces.
Pero ni siquiera el escribirte aplaca un poco
la sediciosa codicia de tu piel tostada.
Y deseoso sigo esperando a la campanilla
con el tono del fontanero.
Inyectado en tus adentros
-por la osmosis del temor y la violencia-,
el revólver cargado asesina a cada linfocito
de tu autoestima.
¡Lástima que yo no pueda
extirparlo en un quirófano!
El jugo de los cobardes
empaña la nitidez de tu mirar
-aunque haya pasado más de un lustro-;
En próximas existencias
se propagarán los males
sufridos en el hoy por hoy.
La máscara de los corderos
es el sustantivo crucial que simboliza
la impía esencia de aquel sádico.
Con el esfume de los años aquella careta herrada
Se ha convertido en un Roddin impío
Que desintegra a golpes de cincel
las últimas cervicales de tu espalda,
ulteriormente tatuada con el triskelion celta
-Cuyas enruladas falangitas no me atreví a acariciar-.
Degüello
12 de diciembre
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